SÉPTIMO CAPITULO

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LO QUE CONTINÚA


Llegó la hora de a lo que fuimos.

Los sacerdotes nos dispusimos a llevar en hombros al difunto, colocándonos en el lado que más nos convenía, del derecho o del izquierdo del ataúd. El señor Obispo levantó a la cuenta de tres a la par con los otros sacerdotes, la parte del ataúd, que pondría en su hombro izquierdo, e iba adelante. Había que impulsar con fuerza en un solo envión como lo haría el atleta que levanta las pesas en una competencia olímpica aquel cuerpo sin vida que lo esperaba la tierra, y de aquel que muchas veces había colocado la Cruz de las cenizas cada miércoles de cenizas, invitando con ello a la conversión y a la penitencia. Ahora, a él le tocaba el turno de saber que “somos polvo, y al polvo hemos de volver”, y lo iría a experimentar de manera individual, aún, cuando es una realidad universal. Cada sacerdote, el que quiso, puso su hombro para darle la última vueltica al padre Chuy por la tierra de los vivos. Iría en hombros, tal vez como puede llevarse en hombros a un atleta triunfador. Le daríamos la vuelta por las dos calles, de ida y de venida, alrededor de la plaza. Esas son las maneras en que los vivos queremos demostrar a los muertos que fueron importantes y muy queridos para nosotros, que nos quedamos llorándolos. Si hubiera sido carnaval, de seguro el muerto estaría soltando carcajadas y saludando a diestra y a siniestra. Tal vez, tendría razón la cantante cubana Celia Cruz en aquello de la vida es un carnaval, y de la que tomo parte de la letra de impresionante canción, por encontrar en ello mucha catequesis, que no es otra cosa que enseñanza y transcendencia. Dice:

Todo aquel que piense que la vida es desigual.

Tiene que saber que no es así.

Que la vida es una hermosura, hay que vivirla.

Todo aquel que piense que está solo y que está mal.

Tiene que saber que no es así.

Que en la vida no hay nadie solo, siempre hay alguien.

Ay, no hay que llorar (No hay que llorar).

Que la vida es un carnaval.

Y es más bello vivir cantando.

Oh-oh-oh, ay, no hay que llorar (No hay que llorar).

Que la vida es un carnaval.

Y las penas se van cantando.

Seria de imaginarse a Chuy, vivo, montado en un tarantín portátil de hombros echando saludos hacia un lado y hacia el otro. Ahora iba en hombros en un cuerpo inerte e inexpresivo dándole la vuelta al ruedo, que, en este caso, era la plaza del pueblo de San Diego, a la hora del mediodía del 29 del mes de septiembre. Son las cosas de los vivos que se hacen para tributar al muerto con la firme convicción que, al muerto, de seguro, le está gustando aquella vueltica. Y, si en la caminata lloramos, entonces, les decimos que lo queremos. Habría, igualmente, de imaginarse que hasta podría ir contento en aquella vueltica, su última vueltica, y se reiría echonamente al verse que iba como en un Urra y viva, aunque, fúnebre para quienes lo llevaban y festivo para el que iba en hombros. El hecho era que era su última vueltica por la tierra de los vivos

El caso es que ahí íbamos, con el muerto al hombro. Nos íbamos turnando en el cargar, y ya los que habíamos iniciado la carga habíamos dado el relevo a otro, que a estas alturas eran ya la gente del pueblo porque era su párroco el que allí iba. Algunos cantaban canciones religiosas y lloraban. Otros, íbamos caminando en silencio y cabizbajos al lado. Muchos iban grabando en sus teléfonos algunos vídeos de aquello que estaba sucediendo en San Diego, y perpetuarían para la historia de lo que se diría después como la muerte y un entierro de un padre en San Diego, allá, por los años tantos. Después pude mirar dos vídeos que mandaron esa misma tarde por wasap, y busqué a ver dónde aparecía yo, y sí aparecía. Y me sorprendió el ver que iba al lado izquierdo del muerto, justo en la parte de adelante, y por el caminado y la forma de colocar las manos, iba, realmente muy afectado, más bien, “bataqueado” para utilizar una expresión popular que dice mucho y que recoge y describe en la forma en que iba yo. Detrás iba, también, el señor Obispo, que, también, había sido muy amigo del que llevaban en hombros sus parroquianos. De seguro, él, el señor Obispo, tendría que ir doblemente afectado, porque, primero, era el amigo sacerdote, padre Chuy, el que iba en ese ataúd, y con quién tenía un trato muy especial de afinidad y cercanía. De hecho, fue en su parroquia de entonces, cuando el padre Chuy era párroco de Valle de Guanape, y Guanape, con que inició las visitas pastorales, tarea y obligación que tiene que cumplir todos los obispos en sus diócesis cada cinco años. Y, cuando lo hiciera, en Valle de Guanape, se expresaba muy agradecido y bonito del padre Chuy. Por otra parte, el padre Chuy desempeñaba en el momento de su muerte, de Director de la Catequesis Ica-Icna, pastoral medular de toda la Diócesis, porque es la tarea de formar a los catequistas de todas las parroquias, quienes, a su vez, tienen la hermosa tarea de formar a los niños y a los representantes en la formación humano-cristiana en la nueva modalidad de itinerario de catequesis. Ya eso significaba un puesto vacío al que tenía que buscar su reemplazo. Ya tenía motivos más que suficientes el señor Obispo de ir afectado. Y, si se le sumaba el hecho de buscar otro sacerdote, para mandar como párroco de la parroquia de San Diego, y hacer un enroque, a la modalidad de en un tablero de ajedrez, moviendo este peón o el caballo o al arfil, aunque el enroque solo se hace con las torres y el rey, para proteger al rey que es la pieza más importante, pero en donde hasta el más mínimo es necesario, aún cuando le toque el sacrificio en la defensa en el frente. Ahí íbamos. Cada cuál en sus mundos, pero, en ese momento, todos juntos porque nos reunía aquel que iba en hombros, y que sería, tal vez, por unos cinco minutos más hasta llegar a donde lo íbamos a dejar, por mucho que quisiéramos que no se fuera, y es porque ya se había ido, y lo único que quedaba era aquel cuerpo que ya estaba casi implorando que le dieran la privacidad que tienen los muertos de esconderse bajo tierra, porque era muy penoso el siguiente paso de aquella situación degenerativa, y era su absoluto derecho. Y no teníamos más remedio que cumplir con ese deber de respetarle su espacio en su proceso, porque, también, los muertos tienen sus derechos, aunque no estén más que muertos.

Llegamos al templo, de regreso con el difunto en hombros. Ya había dado su última vueltica. Ahora, era colocarlo encima de unos soportes que estaban de lado a lado encima de la fosa. Ahí se le colocó, y unos mecates de color amarillo pasaban por las agarraderas externas del ataúd, para hacerle soporte de apoyo para irlo bajando a la cuenta de uno, dos y tres, y en volver a decir la misma cuenta, para poder bajarlo balanceadamente, sin que fuera ni hacia adelante ni hacia atrás, porque de desbalancearse hacia atrás, se corría el riesgo que el muerto se fuera a marear. Y había que procurar no causarle ningún daño ni estropeo, porque, es que en esos momentos uno se pone muy cuidadoso con los muertos de uno, por muy muertos que estén, porque son nuestros y los queremos. Así somos, y nos ponemos porque hasta en eso nuestros muertos nos hablan.

A esas alturas el señor Obispo ya había hecho el último rezo, pero casi nadie le prestaba atención porque estábamos más mirando la fosa y todo aquello que estar pendientes de rezos. Los flashes de las cámaras de los celulares hacían pensar que se estaba en la alfombra roja de Hollywood.

Lo fueron bajando poco a poco. Se sintió el golpeteo del hierro del ataúd con el piso del fondo. Algunos lloraban. Sentí, justo detrás de mí a la hermana del padre Chuy, en un ay lastimero de dolor que le decía “adiós Chuy”. Y, voltié a mirarla, y ella, entre la despedida a su hermano y el llanto, me dijo:

 ¡Gracias, padre, por esas palabras tan bonitas que dijo de Chuy!

No supe qué decir. Creo que no dije nada, y si dije no recuerdo. Y, empezaron a jalar los mecates amarillos con los que lo habían depositado en el fondo de aquella su nueva casa, desde ese momento. Entonces, y esto si lo recuerdo clarito, me incliné y del orillo de la fosa en la parte superior, tomé un poquito de tierra, entre tierra y cemento compacto, porque no había mucha tierra, con la mano derecha y lo eché encima del ataúd, procurando que nadie me viera, pero el choque de aquella tierra hizo mucho escándalo y se sintió caer la tierra encima de aquel latón que me delataba. Y, dije en voz baja, al amigo que se me iba y al que dejaba ahí... le dije:

 ¡Adiós, Chuy!

Y, dejamos el resto a los que estaban en la faena de ponerle la capa de cemento a la fosa que tenía doble compartimiento, como si fuera una cama litera, pero debajo de la tierra. Lo que significaba que habría otra fosa disponible para el próximo.


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